Lo realmente interesante es lo que sucede cuando sentimos pánico o miedo intenso. Estamos tan poco habituados a gestionar y por tanto, a sentir esta emoción, que en ocasiones podemos llegar a convertirla o a reducirla a algo físico o médico.
El corazón desbocado, sin poder tragar, con un nudo en el estómago, sudando, temblando, pensando en que la muerte está cerca. A veces, incluso, la tensión hace que nos duela el cuerpo, que tengamos el cuello agarrotado o que cualquier molestia física se incremente exponencialmente. Y a veces, el que trata de ayudar, cae en el error de intervenir en esas molestias, y entonces, todo se complica.

Esto pasa, especialmente, cuando la persona tiene todos estos síntomas, y no identifica el motivo del terror, del miedo. Entonces pueden sucederse el rosario de consultas, de médicos, de para-profesionales, hasta que llegan a las consultas de psiquiatría y psicología. En estos casos el paciente llega cansado de que se le niegue su sufrimiento y su dolor. Dolores y sufrimiento que por supuesto tiene, pero no por los motivos que él cree. Son otros. Es el miedo. Es la vida. Y la vida y el cuerpo, por tanto, están en íntima comunión. Uno no es ajeno al otro, el otro no es ajeno al uno. Me sorprende que a las alturas que estamos, aún los profesionales sigamos manejando la infantil división entre mente y cuerpo.